jueves, 10 de octubre de 2013

TAREA SOBRE EL CONCEPTO DE JUSTICIA

1. Identifique dos caraterísticas de la justicia conmutativa
2. ¿En qué consiste la justicia distributiva?
3. ¿Cuál es la finalidad de la justicia social?
4. ¿Cuáles son los fundamentos que sostiene Sócrates para referirse a la justicia?
5. ¿Cómo define Sócrates la justicia?
6. ¿Qué es para Platón la justicia?
7. ¿Cuáles clases sociales distingue Platón y qué característica tiene cada una?
8. ¿Qué relación existe entre en Estado y la  justicia para Platón?
9. Elabore un plegable de la temática de la justicia. El tema es: "La justicia en el salón de clase"
EL CONCEPTO DE JUSTICIA
 
La justicia conmutativa
 
La justicia conmutativa también se denomina “justicia inorgánica”. Rige las relaciones entre personas particulares, pues es la virtud que inclina a una persona a ceder a otra persona lo que le pertenece. La palabra “conmutativa” deriva del término latino “commutatio”, que significa “intercambio”. Este tipo de justicia se aplica, sobre todo, en contratos y compraventas. Se establece en la línea de los cntratos privados, buscando la igualdad entre lo que se da y lo que se recibe. Lo justo en las situaciones que se derivan de la aplicación de la justicia conmutativa es dar y recibir lo igual por lo igual, sin atender a las capacidades o condiciones subjetivas de las personas. La deuda de justicia conmutativa es exacta, como el precio de un bien en el mercado, ni más ni menos. Por ello, Aristóteles también la denomina “justicia aritmética”. Esta forma es la que con mayor exactitud muestra el concepto de justicia. El hombre tiene capacidad y derecho de poseer y servirse de las cosas para su utilidad, pero no debe poseer los bienes exteriores como propios, sino que debe ponerlos al servicio común.
 
 
La justicia distributiva
 
 
La justicia distributiva rige las relaciones entre el Estado y el ciudadano, es decir, regula los deberes de la sociedad para con el individuo en cuanto miembro de ella. Supone unos deberes por parte de quien dirige la comunidad y unos derechos por parte de los ciudadanos: su finalidad es la defensa de los derechos de los ciudadanos. La justicia distributiva consiste en el reparto de las cargas, empleos y beneficios, en razón de las capacidades objetivas y méritos de los gobernados. Consiste en “distribuir” de acuerdo a las capacidades de cada uno ya sean bienes o cargas. Por ello, Aristóteles también la denomina “justicia geométrica” o “proporcional”. El objetivo de la justicia distributiva es tutelar los derechos de los miembros de la sociedad, ayudar a los que más aptitudes tienen para el desarrollo de la ciencia y de las artes, distribuir según los méritos, los cargos y los honores sin discriminación ni parcialidad.
 
 
 
La justicia social
 
La justicia social rige las relaciones del individuo con respecto a la sociedad. Comprende el conjunto de decisiones, normas y principios relacionados con el tipo de organización de la sociedad o de un colectivo social determinado. Tiene como finalidad lograr objetivos colectivos y buenas relaciones sociales. Tiene como objeto primario promover el bien común de la sociedad, incluyendo indirectamente el bien de los individuos, de la familia y de los grupos intermedios. Esta clase de justicia obedece a un criterio: lograr aquello que se considera más razonable de acuerdo con una situación dada. Se relacionan con este tipo de justicia la igualdad social y la igualdad de oportunidades, el estado de bienestar, la erradicación de la pobreza, la distribución de la renta, los derechos laborales, etc.
 
 
La concepción socrática de la justicia 
 
El hecho de que Sócrates no escribiese acerca de su doctrina obliga a que su concepción sobre la justicia deba ser valorada a partir de los diálogos, llamados de juventud, de su discípulo Platón.
 
Para Sócrates existe, por encima de los hombres, todo un mundo de valores objetivos y, entre ellos, el de la justicia que tiene, por tanto, una realidad efectiva superior a toda determinación humana. La naturaleza humana es siempre la misma, y, por consiguiente, los valores éticos son constantes, y mérito imperecedero de Sócrates es el haberse percatado de la constancia de esos valores y haber tratado de fijarlos en definiciones universales que pudiesen tomarse como guías y normas de la conducta humana.
Ese conjunto de valores es el que articula el orden impuesto al mundo por la divinidad; luego, los hombres, si quieren obrar conforme a los designios divinos, han de implantar y realizar entre ellos aquellas nociones axiológicas y, con ellas, la idea de justicia a través de las leyes. Las leyes humanas ya no son meros inventos o convencionalismos de los hombres para dominar a otros, sino fiel trasunto del valor objetivo de la justicia. Así, para Sócrates la justicia es un valor objetivo expresado por las leyes y que, al igual que los otros valores, es cognoscible por el hombre. El Estado es una realidad natural, no humana, ni arbitraria, pues sus leyes encarnan el ideal objetivo de justicia, del que en cada hombre en particular hay también como un eco, manifestado en el δαιμov o voz de la conciencia: interiorización de la justicia. Una idea fundamental en Sócrates es que las injusticias pasadas perduran en el alma y forman la esencia de ésta, por lo que debemos protegernos contra el peligro de cometerla. "Es preferible sufrir la injusticia a cometerla". Esa protección sólo puede ofrecerla el conocimiento y la comprensión del bien, la techné política, pues nadie hace el mal voluntariamente.
 
Debido a la armonía que existe entre la justicia objetiva y las leyes humanas, éstas deben ser respetadas y obedecidas ciegamente, ya que en ellas se incorpora la justicia. Para Sócrates, incluso las leyes injustas deben ser obedecidas. Esta afirmación no es una simple postura teórica, sino que quedó refrendada en la práctica con el desdichado episodio de su proceso y condena totalmente injusta, pero cuya sentencia acató teniendo la oportunidad de escapar.
 
 
La virtud de la justicia en Platón 
 
 
El tema de la justicia goza de una importancia fundamental en el contexto de la República platónica, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que dicho tema era primordial en el pensamiento griego. El problema de la justicia y sus implicaciones morales, filosóficas y metafísicas era permanente en el pensamiento de Sócrates y también en el de su discípulo Platón. Así, la República tiene como objetivo formal la definición de justicia, noción que constituye una preocupación central en Platón (ya había aparecido en sus diálogos Critón y Gorgias), lo que explica que le dedique tan extenso diálogo.
 
Para Platón, la justicia no sólo es el objetivo y el fundamento de su comunidad ideal, sino que considera que ninguna comunidad humana puede subsistir sin la justicia, ya que ésta es condición fundamental del nacimiento de la vida del Estado, y garantiza la unidad y con ella la fuerza del mismo. La justicia, pues, ejerce su función en la vida política, en la vida de convivencia, es decir, en la polis, y también en el hombre.
 
Al comienzo del libro I de la República justicia y felicidad aparecen unidas en la persona del anciano Céfalo. Sus palabras dan ocasión a Sócrates para plantear el problema de la esencia de la justicia. Así, el primero que habla de ella es Céfalo, y lo hace refiriéndose al temor de la pena que espera a quien en este mundo ha obrado injustamente (330 d) y a la inquietud con que vive quien llegado a la vejez encuentra en su propia vida muchas cosas injustas (330 e). En cambio, añade a continuación, quien pasa su vida justa y santamente vive lleno de esperanza (331 a). De esas consideraciones de Céfalo ha partido Sócrates al plantear expresamente el problema de la esencia de la justicia; se ha movido en el mismo terreno de la moral individual interpersonal, y ese modo de hablar provoca la reacción violenta de Trasímaco que lo considera como un idealismo irreal y piensa que, en realidad, la justicia no es más que el interés del más fuerte (338 c) y que basta contemplar la perfecta injusticia del tirano para ver que hace feliz a quien la practica y que, en cambio, los que sufren trato injusto, sin querer ellos cometer injusticias, son los más desgraciados (344 a).
 
La discusión anterior hace ver que lo que hemos observado respecto del individuo vale también respecto del estado, que puede tratar de esclavizar injustamente a otros estados (351 b-352 d). Pero Sócrates habla también de la justicia o injusticia de un grupo refiriéndose a las relaciones internas entre los miembros de ese grupo. En ese sentido, un cierto grado de justicia le parece condición indispensable para poder obrar en común, ya que le injusticia es fuente de odio y destruye la unidad interna de toda comunidad humana. Estas observaciones las extiende también al caso del individuo, que puede verse desgarrado por la discordia interior que destruye la armonía del propio ser y lo convierte en enemigo de sí mismo (352 a).
 
Esta discusión inicial, amistosa con Polemarco y violenta con Trasímaco, termina con la afirmación decidida de que "el justo es feliz y el injusto desgraciado" (354 a4). Pero esta conclusión le parece a Sócrates un poco precipitada por no haber visto aún con claridad suficiente en qué consiste la justicia (354 a - 354 c), por lo que dedica los libros siguientes al examen a fondo de este problema.
 
Al comienzo del libro II Platón ha procurado plantear el problema con toda claridad y de un modo radical. Para ello ha comenzado por hacer exponer a Glaucón una triple división de los bienes que el hombre busca, la cual será fundamental para el desarrollo del problema en el resto de la obra. Así, existe una clase de bienes que sólo se buscan por lo que son en sí mismos. Una segunda clase la forman aquellos bienes que deseamos por sí mismos y por sus consecuencias. Finalmente se da otra tercera clase de bienes que se buscan simplemente por los buenos efectos que tienen y de ningún modo por sí mismos (357 b-d).
 
Según Glaucón, y también según Adimanto, la mayoría de los hombres piensan que la justicia pertenece a la tercera clase de bienes (358 a), y en ese caso resulta evidente que es más importante parecer justo que serlo, y que no hay razón para ser justo cuando no hay que temer malos efectos de la propia injusticia. Pero Sócrates no piensa así: para él la justicia tiene valor por sí misma, pero no la coloca en la primera clase de bienes sino en la segunda, y al hacerlo declara expresamente que los bienes de esa clase son los más excelentes.
 
Sócrates ha declarado decididamente que la justicia se encuentra entre los bienes que son deseables por una doble razón: por lo que son en sí mismos y por los buenos efectos que producen. Sus interlocutores no lo discuten. Más aún, lo admiten expresamente; pero le exigen que prescinda de los buenos efectos que pueda traer además consigo, y que defienda el valor de la justicia en sí misma (367 c-d). Ante el peligro real de sólo buscar la justicia por los buenos efectos que pueda tener, Sócrates acepta las condiciones que le proponen y se decide a examinar lo que es la justicia en sí misma y lo que produce necesariamente en quien la tiene, prescindiendo de todos los buenos efectos que pueda traer consigo. También respecto de la injusticia prescinde de momento de los castigos que pueda llevar consigo y trata de ver lo que es en sí misma y lo que produce esencialmente en el hombre injusto.
 
Platón, por boca de Sócrates, se propone determinar la naturaleza de la justicia y, ante esta difícil tarea, establece un paralelismo entre el hombre individual y el Estado y sugiere que podría comprenderse mejor lo que es la justicia examinándola tal como existe en el Estado. Esta estrecha conexión entre el Estado y el alma del hombre se insinúa desde el primer momento por el curioso modo que tiene Platón de abordar el tema del Estado. A juzgar por el título de la obra (La República), parece que por fin se proclamará el estado como la verdadera y fundamental finalidad de la larga investigación sobre la justicia. Pero este tema es planteado por Platón pura y simplemente como un medio para un fin, y el fin es poner de relieve la esencia y la función de la justicia en el alma del hombre: Platón considera que la justicia existe tanto en el alma humana como en el conjunto del Estado, pues ambos tienen la misma esencia y estructura. Esto le lleva a afirmar que en el Estado la esencia de la justicia aparecerá con signos más claros y notorios que en el alma del hombre individual, lo que marcará el orden metodológico de su investigación sobre la justicia.
 
Así, en el seno de la ciudad o Estado, Platón distingue tres clases, estamentos o "razas": la clase de los gobernantes o magistrados que constituye la raza de oro, la raza de plata integrada por los guerreros o guardianes, y la raza de bronce y hierro constituida por los artesanos, labradores y comerciantes. Cada una de estas clases tiene una virtud específica: La prudencia pertenece a la primera de estas clases, porque basta que los gobernantes sean sabios para que todo el Estado sea sabio. La fortaleza pertenece a la clase de los guerreros. La templanza, como acuerdo entre gobernantes y gobernados sobre quién debe regir el Estado, es una virtud común a todas las clases.
 
Una vez que a cada una de las cuatro virtudes cardinales de la antigua política, con excepción de la justicia, se le ha asignado el lugar que le corresponde dentro del Estado, localizándola en una clase especial de población, a la justicia no le queda ya ningún lugar especial ni ninguna clase de la que sea su patrimonio, y ante nuestros ojos se alza intuitivamente la solución del problema: la justicia consiste en la perfección con que cada clase dentro del Estado abraza su virtud específica y cumple la misión especial que le corresponde (433 a-d). Así se hace presente en la ciudad la dikaiosyne o justicia, que tiene por objeto impulsar el desarrollo armónico de la polis, de modo que cada estamento se atenga exclusivamente a su misión propia, sin predominio de alguno de ellos, pues esto acabaría con el equilibrio social. Por consiguiente, la justicia del Estado consiste en que cada ciudadano se ocupe de la tarea que le corresponde, sin interferir en la de los demás; y el Estado perfecto es precisamente el Estado justo.
 
Hemos visto la imagen refleja de la justicia ampliada dentro de la estructura de la comunidad, pero ahora se debe buscar su esencia y su raíz en el interior mismo del hombre por lo que, una vez terminada la exposición de lo que se refiere al Estado, nos dirá expresamente que antes de dar por definitivos los resultados obtenidos hay que examinar lo que se refiere al individuo, y un poco más adelante, tratando ya de la justicia en el individuo, añadirá que lo anterior ha sido una imagen que nos ha ayudado a descubrir el modelo. Pero Platón no ha tratado de aplicar sin más al individuo lo que ha dicho sobre la sociedad. Esto último sólo ha sido para él una ayuda que orienta la investigación ulterior. En primer lugar, ha tratado de ver cómo es el alma y si se da en ella alguna diversidad de elementos y ha creído encontrar fundamento suficiente para distinguir una parte concupiscible, otra irascible y otra racional. Entre estas tres partes del alma y las tres clases de ciudadanos ha visto una profunda analogía, tanto respecto de la función propia de cada una como de las virtudes que deben tener para realizarla del modo debido:
 
Así, en el alma individual Platón distingue, al igual que en el Estado, tres partes que llevan a cabo distintos tipos de operaciones: la parte racional, mediante la cual el alma razona y domina los impulsos; la parte irascible, que es auxiliar del principio racional y se irrita y lucha por lo que la razón considera justo (ya que es la parte del alma a la que corresponden los impulsos y afectos); y la parte concupiscible, que es el principio de todos los impulsos del cuerpo. Propia del principio racional será la prudencia o phrónesis (que establece lo que a cada facultad y al todo conviene), y del principio irascible la fortaleza o andreia (que hace que siga los imperativos de la razón con desprecio del peligro), y corresponderá a la templanza o sophrosyne el acuerdo de las tres partes en someterse a la razón, en dejar el mando al alma racional. Igualmente en el hombre individual se logrará la justicia cuando cada parte del alma realice únicamente su propia función bajo la dirección de la parte racional, que es la única que puede conocer el bien de cada una de ellas y del todo que forman juntas.
 
La función de la justicia en la vida del hombre consiste en la conformación interior del alma con arreglo a la cual cada una de sus partes hace lo que le corresponde, y el hombre es capaz de dominarse y de enlazar en una unidad la variedad contradictoria de sus fuerzas interiores. No rige, como las otras tres virtudes, una facultad específica, sino que su objeto es precisamente las otras tres virtudes, haciendo que las mismas actúen de modo armonizado y se manifiesten guardando una proporción, sin que ninguna se imponga sobre las demás, de modo que se consiga el hombre cabal, equilibrado.
 
La justicia es la virtud que conserva toda cosa en su apropiado lugar: tanto las partes del alma como los ciudadanos del Estado. Es la virtud del buen orden, y el hombre justo es aquel que, en lo interno, conserva en adecuado orden las partes de su alma y, en el ámbito del Estado, sostiene todos sus derechos y cumple con todos sus deberes y responsabilidades hacia el Estado considerado como un todo y hacia los demás miembros del organismo social, según sea su posición en el mismo. De aquí la afirmación de Platón en la Carta VII de que: "Ni la ciudad ni el individuo pueden ser felices sin una vida de sabiduría gobernada por la justicia".
 
Por lo tanto, la justicia es una virtud tanto pública como privada, ya que por medio de ella se conserva el máximo bien tanto del Estado como de sus miembros. Evidentemente, la realización de la justicia en el individuo y en el Estado sólo puede proceder paralelamente: El Estado es justo cuando cada individuo atiende sólo a la tarea que le es propia; y el individuo que atiende a la tarea propia es él mismo justo. La justicia no es sólo la unidad del Estado en sí mismo y del individuo en sí mismo; es, al mismo tiempo, la unidad del individuo y del Estado y, por tanto, el acuerdo del individuo con la comunidad.
 
Al final del libro IV, una vez que ya ha quedado claro lo que es la justicia, indica Sócrates brevemente que la injusticia tendrá que ser lo contrario, es decir, una sedición y confusión de las partes del alma, tratando de mandar la que debe obedecer. Justicia e injusticia son para el alma lo que salud y enfermedad para el cuerpo. La justicia es la salud del alma, siempre y cuando concibamos ésta como el valor moral de la personalidad. No consiste solamente en actos concretos, sino en una conformación constante de la "buena voluntad". Así como la salud es el bien supremo del cuerpo, la justicia es el bien supremo del alma. Por tanto, la vida sin justicia no es digna de ser vivida, lo mismo que no merece la pena vivirse una vida sin salud física.
 
A continuación añade Sócrates que queda todavía por ver si obrar justamente y ser justo aprovecha, sea o no conocido por tal, o si por el contrario aprovecha obrar injustamente y ser injusto, si no lo ha de pagar uno ni ha de verse mejorado con el castigo. El examen de este punto es necesario para responder a las dificultades planteadas por Trasímaco en el libro I y urgidas por Glaucón y Adimanto al comienzo del II, y no se trata, naturalmente, de los efectos ulteriores que puedan tener la justicia y la injusticia, sino de algo que pertenece a su misma esencia y las hace deseables o indeseables en sí mismas.
 
Así, en el libro IX Sócrates propone un triple argumento para probar que el más justo es el más feliz y el más injusto el más desgraciado: La primera prueba de la superioridad del justo sobre el injusto hace ver que el hombre tiránico es el más injusto y, si llega a gobernar solo mucho tiempo, es el más desdichado pues es el que menos hace lo que quiere y está forzado a la adulación y al servilismo. En la segunda prueba, Platón muestra que todo hombre tiene en sí mismo las tres partes en que se ha dividido de modo general el alma humana y también la posibilidad de orientar su vida de tres modos distintos, según busque ante todo el placer o el honor o el verdadero bien. Así existirán tres tipos de hombres: el amante del lucro, el ambicioso y el filósofo, y siendo este último el que mayor experiencia tiene en estas tres clases, su modo de vida será el más agradable. En la tercera prueba hace ver que, comparados con los del hombre virtuoso, los placeres de los demás no son plenamente reales ni puros.
Al final del libro IX queda ya probado que la justicia es más ventajosa que la injusticia, pues el que comete injusticia esclaviza lo mejor de sí y, si la oculta y no la expía, se vuelve más perverso. Por tanto, incluso suponiendo que su injusticia no fuese conocida por nadie, el hombre injusto no puede ser verdaderamente feliz. También ha quedado probado que el más feliz tiene que ser el más justo y que los grados de felicidad tienen que corresponder a los de justicia. Por eso es evidente que a nadie le conviene la injusticia, sean las que sean las condiciones en que se encuentre o las consecuencias que se sigan.
 
Sin embargo, no podemos considerar la discusión sobre la justicia esencialmente terminada en el libro IX, pues una vez que se ha visto el valor de la justicia en sí misma, prescindiendo de toda consideración de premios o castigos, se le van a restituir los premios que recibe de los hombres y de los dioses en esta vida y después de la muerte. Éste es el aspecto tratado en el libro X de la República: Según Sócrates, convencido de que el alma es inmortal y capaz de todos los males y de todos los bienes, debemos esforzarnos por vivir con justicia y sabiduría para estar así en amistad con nosotros mismos y con los dioses, y conseguir así la felicidad para ahora y para después de la muerte. Pues, mientras en el mundo humano se da una justicia inmanente pero imperfecta por la que, respecto de los hombres, los justos "ordinariamente" se ven reconocidos y la mayoría de los injustos acaban recibiendo su merecido, existe también una justicia plena, trascendente, por la que los dioses hacen que todo termine siendo para bien de los justos, ya sea en esta vida o bien después de la muerte.
 
En la concepción platónica, el Estado no existe simplemente para cubrir las necesidades del hombre, sino para hacerle feliz, para que el hombre pueda desenvolverse llevando una vida recta, de acuerdo con los principios de la justicia. La vida humana sólo puede alcanzar su fin último en el seno de la ciudad, y la ciudad, en la concepción platónica, tiene como misión primordial hacer virtuoso al hombre, creando las condiciones de su perfeccionamiento. De aquí la necesidad de la educación, puesto que los miembros del Estado son seres racionales. Pero no hay educación alguna que lo sea de veras si no es una educación para la verdad y para el bien, pues el bien es el fin no sólo del individuo sino también de la sociedad
 
 
 
 

miércoles, 18 de septiembre de 2013


EL CONCEPTO DE LIBERTAD.                  

IV PERIODO
 Con carácter general, el concepto de libertad - especialmente a nivel personal - presupone la disposición de una posibilidad de elegir. Esa posibilidad de elegir presupone a su vez la de disponer de elementos de juicio que conduzcan a la elección; lo que requiere la posesión del conocimiento de los componentes de esos elementos de juicio, y de la inteligencia adecuada para valorarlos debidamente y discernir acerca de la conveniencia de la elección.
Al mismo tiempo, la libertad no es absoluta. El hombre no dispone de una posibilidad absoluta de elegir: no es posible elegir en contra de lo que disponen las leyes de la Naturaleza; ni es admisible ejercer una supuesta libertad en perjuicio de otros. Por lo tanto, la idea de libertad lleva implícito el concepto de sus límites. Su ejercicio requiere la posesión del conocimiento por una parte, y de la inteligencia por otra; que habilitan para determinar el ámbito de la libertad en el marco de los límites de índole material y moral que la circunscriben.
 
La libertad en la filosofía de Grecia clásica.
En términos filosóficos, la cuestión de la libertad encierra primeramente la de determinar si el hombre posee una libertad, y también la de definir en qué puede ella consistir. Los griegos, en función del régimen imperante en su época, contrapusieron el concepto del hombre libre al de esclavo. Distinguían por una parte la condición de libre en el sentido político como aquella del que ingresaba en la polis como ciudadano libre; así como por otro lado la que podría traducirse por “liberalidad” o condición espiritual por la cual la capacidad de creación se encontraba plenamente activa.
En tal sentido, el hombre libre era el que no estaba sometido; de manera que poseía por un lado la plena capacidad de decidir que comprendía una autodeterminación respecto de sí mismo pero también en los asuntos de la comunidad, lo que a su turno implicaba un concepto de responsabilidad hacia la comunidad en cuanto a ese ejercicio de su libertad. Por tanto, en este concepto, el hecho de ser libre significaba asimismo asumir obligaciones.
Existen tres órdenes en que es aplicable la idea de libertad.
La libertad frente a la Naturaleza. Se entiende como la posibilidad de eludir el encontrarse sometido a un orden cósmico predeterminado e invariable; ya sea que éste sea considerado como emergente de un Destino (el Hados) que condiciona el desenvolvimiento de la vida y las acciones del individuo, o como producto de una Naturaleza en la que por efecto de sus leyes inexorables todos los acontecimientos están directamente impuestos por una relación de causalidad.
En la concepción griega antigua, solamente eran libres frente al Destino aquellos que no habían sido “elegidos” por él para realizarlo. De tal manera, aquellos que podían eludir a su Destino eran libres, pero en el sentido de que carecían de importancia; mientras que los elegidos por el Destino, si bien no eran libres en el sentido de poder hacer lo que quisieran, en cambio sí lo eran en un sentido superior, en cuanto se considerara la libertad como la capacidad de realizar sin ningún género de impedimentos aquello que era necesario realizar, por acto de su voluntad.
Considerado el orden cósmico como equivalente al orden natural, la cuestión de la libertad consiste en establecer en qué grado el hombre - sobre todo cuando exista un deber para ello - puede sustraerse a la causalidad que interrelaciona los acontecimientos naturales. En este sentido, los antiguos griegos consideraron el punto a partir del concepto de que el alma, si bien integrante de la realidad de la Naturaleza, disponía de una condición distinta a la de los cuerpos y por tanto era susceptible de una libertad de movimientos.
También consideraron que en el campo de la realidad, la libertad era una condición propia del orden de la razón, de modo que el hombre es libre en cuanto es un ser racional y se disponga a actuar como tal. De tal modo, si bien todos los hombres tienen la capacidad de ser racionales y de actuar racionalmente, siendo así libres; la libertad es una condición especialmente propia de los sabios - los “filósofos” - puesto que son ellos los que disponen del medio adecuado para actuar racionalmente. 
La libertad frente a la comunidad humana. Esta forma de libertad - que puede calificarse como “política” o “social” - consiste fundamentalmente en la autonomía, o la independencia que permite al individuo regir su propio destino dentro de la comunidad; así como a las propias comunidades sin tener imposiciones o impedimento por parte de otras comunidades. Respecto de la libertad política del individuo, ella no consiste sin embargo en la capacidad de eludir las leyes de la polis; pero sí en elegir sus propias conductas dentro de las que no las infringen.
La libertad personal. Esta forma de libertad se manifiesta como la disposición de la autonomía del individuo frente a las presiones o imposiciones originadas en la comunidad que integra. En el concepto griego, si bien el individuo se debía a su polis, se reconocía su derecho al ocio; su derecho a distraerse al menos temporalmente de sus obligaciones cívicas para dedicarse a cultivar su propia personalidad individual.
En la evolución del pensamiento filosófico de la Grecia clásica, se advierte la tendencia a identificar el concepto de libertad, cada vez más, con el último de los significados; esto es, el de la libertad como una condición personal. Especialmente a partir de los estoicos, la libertad fue fundamentalmente considerada como la capacidad de “disponer de sí mismo”; en tanto que todo lo exterior al individuo, ya se trate tanto de las instituciones e imposiciones de la sociedad como las propias pasiones o “necesidades”, es considerado como un equivalente a la opresión. El hombre aumenta su libertad en la medida en que logra prescindir de aquello exterior a sí mismo; de modo que atienda en la forma más exclusiva a aquello que “está en nosotros”, como expresaba Séneca. La libertad, en esta concepción, consiste en una capacidad de ser uno mismo. 
Los neoplatónicos consideraron que la libertad consistía principalmente en la contemplación; en una ausencia de acción, a la cual se restaba importancia.
Para otros pensadores, la libertad equivalía a tener el conocimiento de lo inexorable, del Hados; comprensión del Destino que permite al Sabio aceptar ese orden cósmico, y en consecuencia actuar no por efecto de una coacción sino por su voluntad consecuente con ese conocimiento de su Destino.
Tanto para Platón como para Aristóteles, la concepción de la libertad estaba estrechamente ligada a la idea de la autonomía, es decir, la capacidad de decidir por sí mismo.
Pero, especialmente para Aristóteles, la cuestión de la libertad queda directamente referida al respeto, no solamente del orden natural, sino también del orden moral. Para el Estagirita, todos los procesos de la Naturaleza operan en función de una finalidad que les es propia, tienden a sus propios fines. Pero en el hombre, si bien sus acciones siempre tienden a un mismo fin - consistente en la búsqueda de la felicidad - ellas están caracterizadas por un poder de ejercicio de la voluntad.
En el hombre, las acciones sólo son morales cuando están gobernadas por la voluntad frente a una posibilidad de haber elegido - el “libre albedrío”; pero esa posibilidad sólo puede existir cuando el hombre no está sujeto a la coacción de la ignorancia. Aristóteles consideró que el ejercicio de la libertad es esencialmente una obra de la razón; así como que toda vez que el hombre llega a conocer el bien solamente puede actuar de acuerdo con él. La actuación del hombre es libre, cuando su finalidad racional conduce a la realización del bien. 
 El concepto aristotélico de la búsqueda de la felicidad fue incluido entre los principios esenciales de la concepción liberal del Estado, por los “padres” de la Constitución de los Estados Unidos; entendido en el sentido propiamente griego.
Ese concepto tiene un sentido mucho más adecuado en su expresión en inglés, ya que la palabra happiness no significa solamente una “felicidad” en sentido subjetivo; sino un estado espiritual resultante de lograr una plena realización personal, como resultado del propio esfuerzo al desenvolverse en un ambiente que permita el completo desarrollo de todas las potencialidades individuales, en todos los órdenes de la vida, como solamente es posible en un sistema político donde exista una verdadera libertad individual que lo habilite. 
Libertad y Cristianismo.
Naturalmente, el desarrollo del cristianismo llevó a que la cuestión de la libertad se planteara, en el plano filosófico, en función de las afirmaciones del dogma; especialmente en cuanto parecía surgir una contradicción entre el concepto de libertad del hombre y la condición de Dios como poseedor de todo el saber y de todo el poder, de lo cual resultaba la idea de la predestinación divina.
El concepto religioso del pecado, la admisión de la existencia del mal, implicaba necesariamente suscitarse a nivel filosófico la cuestión de si, para hacerse merecedor del castigo, el hombre al pecar ejercía una forma de libertad; si es concebible que el hombre disponga de la libertad para elegir optando por el mal.
Frente a estos planteamientos, los grandes pensadores cristianos de la antigüedad - sobre todo Agustín de Hipona y Tomás de Aquino - acudieron a los conceptos del libre albedrío y de la gracia.
 Para San Agustín, debe distinguirse entre el libre albedrío consistente en la existencia de una posibilidad de elección, y la libertad, que consiste en la efectiva realización del bien con un objetivo de alcanzar la beatitud. Se percibe claramente la afinidad con las ideas antes expuestas por Aristóteles. 
Siendo el libre albedrío una mera posibilidad de elección, está admitido que la acción voluntaria del hombre pueda inclinarse hacia el pecado; cuanto se actúa sin la ayuda de Dios. La cuestión de la libertad, entonces, consiste en determinar de qué modo puede el hombre usar su libre albedrío para realmente ser libre, es decir, para escoger el bien.
Naturalmente, ello conduce directamente a la cuestión relativa al modo en que puede conciliarse la posibilidad de elección constituida por el libre albedrío, con la predeterminación divina. San Agustín, en definitiva, se refiere a esta cuestión como “el misterio de la libertad”; y considera que si bien Dios tiene el conocimiento previo (“presciencia”) de qué elegirá el hombre, ello no determina que de todos modos sea el hombre el que elige, con lo que sus actos no son involuntarios.
 La Gracia se presenta como un don, un algo que se tiene o no se tiene, y que se recibe como una concesión y no se obtiene como retribución de un mérito. Es un concepto especialmente perteneciente a la filosofía religiosa, tanto del cristianismo como del judaísmo y del islamismo. Los teólogos cristianos distinguen una gracia santificante de una gracia carismática. Por la primera, según Santo Tomás, el hombre se une a Dios, santificándose.
 
 La Gracia carismática es un don de Dios, que lleva a los cristianos a perseverar en su Fé y a los infieles a creer en Él, haciendo que “el hombre plazca a Dios”. También designada como gracia actual, corresponde a las criaturas por el mero hecho de su existencia, y es la luz intelectual y determinación de voluntad que conduce al hombre a vivir conforme con Dios. Pero la Gracia por sí sola no produce efecto, sino que requiere el consentimiento y la cooperación de quien la recibe. Según San Agustín, la gracia es lo que posibilita la libertad, al otorgar al hombre la voluntad de querer el bien y realizarlo.
 
San Agustín consideraba que el liberum arbitrium era “la facultad de la razón y de la voluntad por medio de la cual es elegido el bien, mediante el auxilio de la gracia; y el mal por la ausencia de ella”.
 Santo Tomás - cuya obra principal es la Summa Theologica - consideró que el hombre goza del libre albedrío como capacidad de elección, como “un poder listo para obrar”; y asimismo posee la voluntad, que necesariamente se presupone no sujeta a ninguna coacción, ni siquiera de la presciencia divina. Pero si bien estar libre de coacción es una condición de la existencia de la voluntad, no es suficiente; sino que junto a ello debe estar presente el intelecto - la inteligencia y la razón - como instrumento para el conocimiento del bien, a fin de que éste pueda constituirse en objeto de la voluntad. En consecuencia, el libre albedrío es un poder cognoscitivo. También es perceptible la clara influencia del pensamiento aristotélico.
No hay libertad del hombre sin posibilidad de elección, su libre albedrío; pero de todos modos el ejercicio de la libertad no consiste meramente en el hecho de elegir, sino que consiste en elegir lo trascendente. El hombre, enfrentado a la instancia de elegir, puede caer en el error; sobre todo, si elige exclusivamente por sí mismo, sin auxiliarse con Dios.
 Para Santo Tomás, por tanto, el hombre dispone de una completa libertad de elección, ya que - afirma - “por su libre albedrío el hombre se mueve a sí mismo a obrar”; pero ello no significa que exista la “libertad de indiferencia” a que alude la conocida “paradoja del asno de Buridán”.
La paradoja del asno.
  La paradoja del asno, atribuída a Juan Buridán, fue formulada para demostrar la dificultad de la cuestión del libre albedrío, cuando conduce a la situación de la libertad de indiferencia. Un asno, que encontrara dos montones de heno exactamente iguales, ubicados en distintas direcciones pero a la misma distancia, no podría elegir por uno de ellos, y moriría de hambre. La conclusión sería que, predominando en el asno la preferencia por no morir de hambre, terminaría eligiendo cualquiera de los montones de hecho; con lo cual se evidencia que la elección no está necesariamente fundada en motivos razonables. La paradoja pone en cuestión los conceptos de libertad, elección, razón, preferencia y voluntad.
En realidad, el ejemplo es muy anterior a Buridán. Ya Aristóteles había examinado el problema de las motivaciones equivalentes.
 La idea de la “libertad de equilibrio” o libertad de elección indiferente, parte del concepto de que, si el libre albedrío es meramente la posibilidad de elegir, es un elemento solamente negativo; se trata solamente de la posibilidad de elegir o de no elegir, pero no proporciona los fundamentos para realizar un elección efectivamente acertada y definitiva. Al no disponerse de un criterio que permita explicar la razón para optar por una elección, resulta imposible ejercer ninguna acción verdaderamente libre.
 
La idea de la libertad indiferente ha sido fuertemente cuestionada, sobre todo por filósofos modernos como Descartes, Spinoza y Leibniz, que rechazaron la idea meramente negativa de la libertad. 
Libertad y determinismo.
 En los Siglos XVI y XVII el tema de la libertad giró especialmente en torno a la discusión de la compatibilidad o incompatibilidad de la libertad del hombre con la presciencia divina.
Luego de examinarse ampliamente las cuestiones de si Dios mueve o no la voluntad del hombre de un modo completo o si simplemente colabora con él en el ejercicio de su libre albedrío; desde el Siglo XVI, a partir del desarrollo creciente de la ciencia y consecuentemente de la creciente comprensión de las Leyes de la Naturaleza, el problema central pasó a ser el de si el concepto de libertad puede subsistir frente a la idea del determinismo. El centro del problema de la libertad, se desplazó así del campo teológico al campo de la filosofía no religiosa.
La realidad pasó a tener un componente muy perceptible con el desarrollo de la ciencia y su principio de causalidad. El concepto de la existencia de los fenómenos de producción “necesaria”, suscitó con nuevos bríos el problema de Libertad versus Naturaleza. 
 Más modernamente, pensadores como Spinoza y Leibniz y también Hegel, consideraron que la libertad consiste esencialmente en obrar en conformidad con la naturaleza, que se encuentra en armonía con la realidad. Con variable intensidad, los filósofos de este período intentaron conciliar la idea de libertad con el determinismo, tendiendo a considerar el libre albedrío como conducente a elegir en conformidad con la naturaleza.
El determinismo, en general, consiste en la afirmación de que en el mundo de la realidad lo que ha existido, existe o existirá, como lo que ha ocurrido, o ocurre y ocurrirá, está absolutamente prefijado. Las doctrinas deterministas son resultantes de la concepción mecanicista del Universo. Se trata de una doctrina que no es susceptible de prueba de tipo “científico”, en cuanto obviamente sólo podría probarse conociendo el futuro de antemano. Por lo tanto, funciona en condición de hipótesis; ya sea considerada como una hipótesis de índole metafísica o de índole científica.
 Emmanuel Kant, abordó el problema de la libertad y el determinismo desde el punto de vista de considerar que la “necesariedad” existente en la Naturaleza no impide la libertad; y considerar la posibilidad de su coexistencia. Afirmó Kant que el determinismo existe en relación con el mundo de los fenómenos pero que la libertad existe en el noúmeno.
Noumenón es un término griego antiguo, cuya traducción más aproximada sería la que lo refiere a “las cosas que son pensadas”.
Fue Platón el que más claramente distinguió el mundo inteligible, o mundo de lo racional, del mundo sensible o mundo de los fenómenos materiales; afirmando que la única realidad metafísica, el único mundo cognoscible o susceptible de conocimiento real en vez de objeto de mera “opinión”, es el mundo nouménico.
Kant analizó en su “Crítica de la Razón Pura” el concepto de las apariencias como los objetos pensados que corresponden al mundo de las categorías, designados fenómenos; en tanto que los objetos pertenecientes meramente al entendimiento, accesibles mediante la intuición no sensible, son designados noúmenos. Para Kant, en el reino de la Naturaleza, que es el reino de los fenómenos, rige un completo determinismo; pero la libertad existe en el reino de los noúmenos, reino de lo moral, de tal modo que la libertad es un postulado moral.
El hombre es libre, no porque pueda apartarse de las leyes que rigen el mundo de lo natural, sino porque él no es enteramente una mera realidad natural. En sus relaciones empíricas, el hombre debe someterse a las leyes de la Naturaleza; pero como ser inteligente, en sus relaciones inteligibles, el mismo individuo que debe someterse a aquellas leyes, es libre. La libertad, por lo tanto, es esencialmente un concepto propio del individuo, y se ejerce por el individuo.
 Hegel considera que la libertad es, fundamentalmente, la libertad de la Idea; pero no consiste en el libre albedrío que constituye apenas un momento en el desenvolvimiento de la Idea rumbo a su propia libertad. La libertad, en sentido metafísico, es la autodeterminación, que no se asimila al azar, sino que es resultante de la determinación racional del propio ser.
El pensamiento de Hegel conduce la cuestión de la libertad hasta el terreno de la Historia. En el Siglo XIX, el debate filosófico en torno a la cuestión de la libertad se deriva hacia el tema de si el hombre puede ser libre tanto de los fenómenos de la Naturaleza, como de aquellos de la sociedad.
Surgió una corriente materialista, para la cual el determinismo tiene una vigencia universal; y otra corriente liberal, conforme a la cual no solamente la libertad es posible, sino que es el elemento esencial del hombre, tanto en el orden moral o psicológico como religioso o moral, y asimismo en la sociedad. 
 John Stuart Mill aparece como expositor del tema de la libertad desde el punto de vista empírico, no como una cuestión de especulación teórica o filosófica, sino como una cuestión de hecho. Henri Bergson sostuvo que el “yo” (o la conciencia) es libre, precisamente porque no se rige por las leyes de la mecánica, mediante las que se regulan las relaciones de los fenómenos naturales.
 La corriente materialista extremó el concepto del determinismo, llegando a afirmar que no solamente los fenómenos naturales están sometidos a un determinismo universal, sino también las circunstancias de la Historia.
Carlos Marx sostuvo el determinismo histórico, conforme al cual la Historia está sujeta a un proceso, si bien no de carácter mecánico sí de carácter dialéctico - siguiendo las ideas de Hegel - de tal manera que en su doctrina tanto filosófica como política, resultaba inútil tratar de oponerse a “la Marcha de la Historia”.
Marx y Engels unieron a la concepción del determinismo de la Historia la confección de una ideología de carácter utópico y voluntarista, equivalente a la creada por Platón, que a su criterio constituía el objetivo hacia el que avanzaría esa Marcha de la Historia: el socialismo. 
 El desarrollo lógico de la concepción determinista de Marx, condujo a la concepción política del Estado totalitario; y consecuentemente al sometimiento a la voluntad colectiva de toda autonomía individual en todos los ámbitos de la vida.
El surgimiento histórico del Estado totalitario - inicialmente en la U.R.S.S., y luego en la Italia fascista, en la Alemania nazi y en otras naciones - fue consecuencia de la concepción de la filosofía materialista y de doctrina del determinismo histórico. Él condujo a una situación en que, estando los gobernantes de esos Estados convencidos - o afirmando estarlo - de que se encontraban en posesión de una verdad absoluta resultante de ese imperativo determinista, era lógico suprimir toda discrepancia, y no solamente en el plano de lo político o lo económico, sino incluso en el ámbito de la filosofía, la literatura, el arte, e incluso la ciencia. 
 El trasplante de la concepción determinista del universo físico al mundo de lo social, no podría haber sido en la práctica sino consecuente con su concepto de la inexistencia de toda libertad.
No es de sorprender, entonces, que puesto en evidencia lo trascendente de los conceptos filosóficos acerca de cuestiones aparentemente reservadas al campo de mero análisis intelectual, en su relación con la vida real de las sociedades humanas, esa concepción haya sido sustento de los totalitarismos políticos, que suprimieron hasta los últimos vestigios de libertad.